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Desde mis ojos de niño travieso
Inmerso en el entorno viviente
Veía la encina, muy cercana a mi casa
Con una admiración creciente
Embelesado con su exhuberancia
Gigantesca, misteriosa
Llena de agujeros profundos
Donde anidaban ¡Quién sabe!
Mirlos, petirrojos, ruiseñores
Y dormían búhos y gorriones
Era el alma de la aldea
Robusta, inmensa, grandiosa
Presidía nuestros juegos y lances
En invierno cortaba el cierzo
Frío, helado de Javalambre
En verano su sombra fresca
Nos protegía de los soles caniculares
Estaba yo hechizado por ella
Me encaramaba a sus alturas
Saltaba como un mono
De rama en rama
Visitaba y adoraba los nidos
Como si mi amante fuera, corría
A fundirme en su espesura
En invierno se cubría de nieve
Parecía una novia encantada
Allí, a su sombra, junto a las mocicas
Dormíamos las siestas
Jugábamos a médicos y enfermeras
Y ya de mozalbetes
Nos citábamos con las mozas
Un día, un aciago día…
Aquella luna de invierno
Apareció nublada y pálida
Anunciando malos presagios
La encina estremeció sus ramas
Los pájaros huyeron despavoridos
Y se cernió sobre la aldea, amenazadora
Una sombra siniestra de la mayor desgracia
Aparecieron confabulados y al alba
Leñadores curtidos, pertrechados
Con hachas y sierras
Dispuestos a abatir sin piedad
Aquel templo de la naturaleza
Sentía los hachazos, aún los siento
En todo mi ser, en mi corazón
Quebraron su cintura
Y aquella maravillosa encina
Se desplomó sin vida
Esparciendo por toda la aldea
Su abundante riqueza
Bellotas, nidos y lagartijas
Aquella visón espantosa
Perturbó los sueños de mi infancia
Y me despertaba gritando
¡Que se cae la carrasca!
Muchas veces visité el tronco
Que no lograron arrancar de la tierra
Y mis lágrimas cayeron abundantes
Recordando tanta belleza truncada
¿Por qué?
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